martes, 12 de abril de 2011

Abrió los ojos. Eran las 5 de la mañana. Se había quedado traspuesto en el sofá después de una larga noche de mojitos y baile. Arriba sus amigos roncaban en la habitación dispuesta a tal fin, la de las literas.
Con la cabeza embotada por el alcohol, hizo un amago de levantarse del sofá, sin éxito. Se quedó pues sentado, pensativo, mirando al frente pero con la vista perdida en algún lugar entre el gotelé de la pared y la televisión LCD. De repente la vio.
Bajaba las escaleras con paso errático, entre las sombras. No era más que unas chanclas, un pareo, un bikini de rayas de colores y una mata de pelo moreno enmarañado por las sábanas. La figura, aunque lenta, terminó de bajar los últimos escalones y se dirigió firme hacia él.
Le tendió la mano. No hicieron falta más palabras, pues una mirada bajo el amparo de la noche fue lo único que necesitaron para comprenderse.
Ella lo ayudó a levantarse del sofá. Tomaron unas toallas que habían dispuestas en la silla de la entrada, las llaves de casa, y salieron a la calle.

Caminaron por aquella calle residencial tan típica de los barrios de playa. A ambos lados, filas de casas totalmente idénticas diferenciadas únicamente por el número en sus puertas, las plantas en sus ventanas, o el coche aparcado en su entrada. Iban abrazados, cogidos de la cintura, sin decir una palabra, pero apretando con fuerza sus manos entrelazadas.

Fueron 100 metros de calle que pasaron como en 10 segundos. Tenía pocas, poquísimas oportunidades de cogerla de la mano, pero cuando lo hacía su mente se evadía a un mundo lejano donde nada importaba. Nada ni nadie, tan sólo ellos dos.

Cuando por fín llegaron al paseo marítimo, una gran extensión de calmado mar se abrió ante ellos. Lo único que les iluminaba era la tenue luz de una pequeña farola situada a unos metros de ellos, y la luz de la luna, que esta noche parecía haberse puesto de acuerdo para ellos y se presentaba majestuosa en todo su esplendor, luciendo como nunca en el excelso paisaje estrellado sobre sus cabezas.

Bajaron a la playa, dejaron sus pocas pertenencias encima de la toalla en la arena, él se quitó la camiseta y ella el pareo, y de nuevo de la mano fueron hacia el agua.

Como dos condenados a muerte, como dos amantes que afrontan juntos una muerte inminente o un destino compartido, entraron juntos al agua abrazados. Caminando recto, pero con la vista puesta el uno en los ojos del otro. Ojos que brillaban con muchísima fuerza bajo la luna que quedaba reflejada en esa pequeña balsa que era el mar donde estaban entrando.
Cuando el agua les hubo alcanzado el estómago a ambos, se giraron, se miraron el uno al otro, se agarraron de la cintura y pasaron sus humedas manos por el torso del otro.
Él le acarició el pelo y se lo apartó de la oreja, pues ella acostumbraba a llevar el pelo suelto y siempre tenía que repetir este pequeño ritual antes de poder acercarse a ella.
Así lo hizo, se aproximó a su oído y le dijo susurrante: "ni las brillantes estrellas, ni la perfecta luna, ni el gran mar, ni nada de lo que hay aquí puede compararse a lo increíble que estás esta noche, y a lo mucho que te deseo".
Cuando acabó de recitar sus palabras, se miraron a los ojos. Ella se había quedado sin palabras pero agarró su mano con fuerza, acercaron sus cabezas y juntaron sus labios en un húmedo y profundo beso.

Durante un buen rato permanecieron en el agua besándose, apartándose el pelo de la cara, jugando con sus cuerpos y susurrándose lo mucho que se amaban. Y cuando el frío comenzó a apoderarse de ellos, salieron del agua, se secaron, se abrazaron con ternura en la arena, y se dirigieron a la casa.

Una vez allí entraron en silencio. Las 6 de la mañana. Poco faltaba para el amanecer y, como no podían despertar sospechas, muy a su pesar decidieron despedirse con un último beso y dirigirse cada uno a sus respectivos cuartos.

Subieron las escaleras de madera y una vez arriba, en el pequeño espacio cuadrado donde estaban las puertas de las habitaciones, se dieron un beso y cuando cada uno giró hacia su cuarto y se disponían a entrar, él no pudo resistir la increíble tentación que suponía tenerla tan tan cerca por fín, y se giró hacia ella, la cogió de la mano, tiró hacia él hasta que chocó sensualmente contra su pecho, y le dijo: "esta noche sigues siendo mía". Y entraron juntos en el cuarto de él, donde retozaron bajo las sábanas como si no hubiera un mañana.

Les resultó imposible dormirse después de eso. Los rayos de sol entraron por la ventana e iluminaban el cuerpo desnudo de ella, abrazada al de él.
Se miraron fijamente, se besaron por última vez bajo el piar de los primeros pájaros de la mañana, se puso el bañador y se fue a su habitación a conciliar el sueño.

No volverían a hablar de lo sucedido, pero en el fondo de sus corazones sabían que había sido la mejor noche de sus vidas. El amor que sentían el uno por el otro nació en la oscuridad, creció en el paseo marítimo, explotó en el mar, se templó en el hogar, renació bajo las sábanas para apagarse con la luz del día.

Y ese amor apagado durmió durante mucho tiempo, deseando ser despertado para volver a acelerar el corazón de aquellos dos jóvenes.

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